28 oct 2011

KELLER MERROWS

Irlanda, 1895
Miró aquella extraña prenda que lo llamaba desde el cofre de madera donde se encontraba guardado. Su padre le había dicho antes de morir que ellos pertenecían a un linaje maravilloso y oculto y que así debía seguir siendo. Lástima que hubiese muerto en aquel fatal accidente de caza antes de explicarle de qué se trataba aquella nueva historia con la que quería entretenerlo.

-¿Keller? ¿Se puede saber donde te encuentras? Alfred dice que estás aquí.
-¡Mamá¡--La llamó a gritos, esperando que siguiera el sonido de su voz hasta llegar a la cámara oculta entre las paredes de la gran sala.--¡Por aquí¡
-Querido no me gustan estos juegos, ya lo sabes.

Cuando Merrow asomó su cabeza rubio platino por la apertura del hueco en la pared, la prenda empezó a lanzar destellos plateados, como si hubiese cobrado vida de repente.

Keller se alejó del cofre repentinamente, pero no logró cerrarlo debido a la sorpresa.

-Hijo, tu tía acaba de llegar y está muy enfadada. No entiende porqué te escondes de ella de esa forma.
-No me escondo—le dijo sin poder apartar la mirada de aquella extraña luz.

En el momento en que su madre estuvo completamente dentro de aquella pequeña cámara junto a él, su cabello empezó a cobrar vida y, el elaborado peinado que normalmente solía llevar, se deshizo en largos mechones rizados, alargándose hasta por debajo de su espalda y adquiriendo diferentes tonalidades de azul.

-¡Ma-má¡--Exclamó espantado—. Tu pelo.
-¿Qué está ocurriendo?—Su madre lo miraba sin saber que hacer mientras se tocaba el cabello para examinarlo.

La extraña prenda volvió a brillar, en ese momento con más intensidad que antes. La mujer se acercó hasta donde se encontraba y, sin miedo alguno, la tomó entre sus brazos con sumo cuidado, aspirando su aroma a la vez que cerraba los ojos lentamente. Keller no supo reaccionar, él también ansiaba tocarla, aunque su miedo era más fuerte que su anhelo.

-Mía—susurró Merrow con los ojos aún cerrados ante la mirada atónita de su hijo—. Ahora recuerdo. Lo recuerdo todo.

Al decir esto último abrió los ojos de golpe y lo que Keller vio en ellos lo dejó petrificado. Las pupilas se le habían dilatado, volviéndose de color rojo intenso, a la vez que respiraba profundamente. Ella alargó una mano hacia su hijo, quien dio un paso atrás presa del pánico. Todo aquello era demasiado para un niño de nueve años que acababa de perder a su padre hacía pocas semanas.

-Ven conmigo.

La voz de su madre era melodiosa y extrañamente invitadora. Nunca se había percatado de ello.

-¿Qué te está pasando?—Le preguntó con lágrimas asomándose a sus ojos.
-Me voy a casa—le respondió con una sonrisa que nunca antes había visto en ella--, con mis hermanos y hermanas, con nuestra familia.
-Pero… ¿y yo?

Su voz apenas era un grito estrangulado.

-Puedes venir conmigo, ten, tómala y deja que su luz te envuelva y te enseñe lo que eres en realidad.

Keller dudó unos segundos. ¿Qué podía hacer? Él no quería que su dulce madre lo abandonara. Se acercó poco a poco a ella y con una de sus juveniles manos acarició, con precaución, aquella extraña prenda. De repente se sintió incómodo con aquellas ropas y su cabello oscuro empezó a aclararse, se volvía cada vez más claro. El olor a sal inundó sus fosas nasales y un deseo voraz de meterse en el mar se apoderó de él…

-¡Keller no lo hagas¡--Gritaba alguien desde algún lugar--. ¡Suelta eso ahora mismo¡

Su tía Helen tiró de él hasta hacerlo caer con ella en el mismo momento en el que su madre asía con fuerza la prenda y salía corriendo por el pasillo. Intentó seguirla pero los fuertes brazos de la hermana de su padre se lo impidieron.

Pataleó con fuerza hasta que cayó agotado en brazos de su tía.

-Quiero ir con ella--. Repetía una y otra vez.
-No puedes cielo, tu mamá se ha ido y no puede volver.
-¡Mientes¡--Gritó con odio cuando su tía lo dejó marchar.--¡Odiosa embustera¡

Salió corriendo en busca de su adorada madre aunque no la encontró por ningún lugar. Se dirigió al acantilado situado al sur de su enorme casa y la llamó una y otra vez. Nada. Sin saber por qué miró al mar y le pareció oír su risa y empezó a llorar por su pérdida. Al volver a su casa vio a su tía en la puerta, esperándolo junto al ama de llaves, quien no paraba de sonarse la nariz.

-Ten—le dijo--, tu padre hubiera querido decírtelo él mismo, pero por lo visto no ha podido hacerlo.
-No quiero nada de ti, por tu culpa mi madre se ha ido.

Helen lo miró con compasión antes de volverse y entrar en silencio en la casa, dejando en el suelo un pequeño cuaderno que era de su padre.

Keller lo tomó despacio y abrió la pesada tapa de cuero oscuro para empezar a leer lo que debió ser un diario. El diario de su padre. La primeras palabras que pudo reconocer se le clavaron en el alma, como presagio de la marcha definitiva de su madre.

“Noviembre de 1885. Por fin he conseguido robarle su prenda a esa escurridiza sirena. Ahora tendrá que obederme…”